En toda institución humana, las normas y reglamentos buscan ordenar la convivencia y asegurar la coherencia del propósito colectivo. Pero en el camino del Caballero de la Luz, esas reglas externas solo alcanzan sentido cuando encuentran correspondencia en una convicción interior. La verdadera disciplina no se impone: se conquista. Es fruto del discernimiento, de la voluntad orientada por la razón y del deseo de perfección moral que define al discípulo de la Luz. La regla autoimpuesta no surge de la coerción, sino del compromiso libre con el deber; no responde al temor de la sanción, sino al impulso de superación que nace del espíritu consciente de su responsabilidad.

La historia demuestra que ninguna Orden, por sabia que sea su ley, puede sostenerse únicamente en la letra escrita. La solidez de una comunidad fraternal descansa en la autodisciplina de sus miembros, en ese pacto silencioso que cada hermano establece consigo mismo para obrar rectamente incluso cuando nadie lo observa. La regla autoimpuesta es, en este sentido, una forma superior de gobierno: el autogobierno moral. Quien la practica no necesita de la vigilancia ni del recordatorio constante, porque ha interiorizado el principio de orden y lo ha convertido en hábito virtuoso. Su observancia no busca aplausos ni recompensas, porque su única retribución es la serenidad que otorga la coherencia entre lo que se piensa, se dice y se hace.

El Caballero de la Luz no obedece por sumisión, sino por comprensión. Cada acto de autodominio es un ejercicio de libertad, y cada norma asumida voluntariamente es una conquista sobre la inercia del yo inferior. Por eso, la regla autoimpuesta no es una limitación, sino una forma de expansión interior: el hombre que sabe gobernarse es el único verdaderamente libre. La disciplina no le resta humanidad; la ennoblece. En el taller, ese dominio de sí se traduce en orden, respeto y armonía. Las logias florecen no porque sus reglamentos sean perfectos, sino porque los hombres y mujeres que las integran practican, en silencio, la fidelidad a sus propias reglas internas: puntualidad, discreción, humildad, constancia, templanza. Son esas leyes invisibles las que sostienen la arquitectura moral de la Orden.

En una época marcada por la indulgencia y la excusa, la regla autoimpuesta representa un acto de resistencia ética. Es la negación consciente del facilismo y la reafirmación del deber como camino de crecimiento. En lugar de delegar la responsabilidad en el entorno o en la autoridad, el Caballero asume su libertad como mandato de disciplina. En ese gesto se revela la esencia del trabajo interior: templar la voluntad para que el espíritu sea guía del cuerpo y no su prisionero. La Luz, entendida como conocimiento y virtud, solo se revela a quien ha aprendido a gobernarse, porque el desorden interior nubla la inteligencia tanto como la pasión ciega al juicio.

El valor de la regla autoimpuesta radica, en definitiva, en que es la expresión más pura del ideal fraternal: ser ejemplo antes que mandato, coherencia antes que discurso, servicio antes que autoridad. La Orden no necesita más leyes escritas si cada uno de sus miembros cultiva la suya propia en el santuario interior de la conciencia. Así, la autodisciplina deja de ser un mero ejercicio personal para convertirse en un acto de construcción colectiva: el cimiento invisible que sostiene la unidad, la dignidad y la permanencia de la Orden Caballero de la Luz en el tiempo.

COMISION DE CULTURA Y DICULGACION

Logia Soles y Rayos de Oriente No. 7 OCLU

There are no reviews yet.

Be the first to review “BIEN DE LA ORDEN (111): EL VALOR DE LA REGLA AUTOIMPUESTA”

Your email address will not be published.

Calidad del artículo