El Generalísimo Gómez, abriéndose paso entre la espesa muchedumbre y seguido de su estado mayor, penetró en el amplio salón por la puerta izquierda, situándose en el centro del recinto; más que los entorchados de su uniforme de gala, llamaba la atención su solemne apostura y su paso de conquistador benévolo.
Los aplausos que lo habían acogido pronto se renovaron al hacer entrada por la puerta
de la derecha otra comitiva tan importante como la anterior. Civiles y militares la integraban. Fácilmente identificables eran los dos hombres que la encabezaban: el
presidente electo don Tomás Estrada Palma y el Generalísimo del Ejército Libertador
Máximo Gómez. Eran las 12:00 meridiano del 20 de mayo de 1902 en el antiguo salón
del trono del que hasta cuatro años antes – y durante casi un siglo – fuera el Palacio de los capitanes generales de la Isla de Cuba.
El Superior Militar estadounidense, general Leonardo Wood, en medio del salón y de espaldas al balcón que cae hacia la Plaza de Armas, tenía al lado a su jefe de estado mayor, el coronel Scott; en el centro, el Generalísimo, de frente hacia Obispo; y don Tomás, a la derecha de este y de frente al balcón principal. En torno de ellos un público fervoroso, atravesado de emoción, ansioso de no perder un solo detalle de los hechos ni una sola de las palabras de los prohombres.
Con la primera campanada de las 12, comenzó el general Wood la lectura del mensaje del Primer Mandatario norteamericano, Teodoro Roosevelt, por el cual se entregaba al primer Presidente de la República cubana el gobierno de la Isla, significando, así mismo, los compromisos que contraía dicho funcionario ante los Estados Unidos. Cada párrafo era subrayado por el estampido de los cañonazos que en número de 45 – y como saludo a la surgente nación – disparaban desde la fortaleza de La Cabaña por el cañón Carlos IV, de 30 cm, construido en Toledo en 1875.
Después, en el mismo inglés frío y circunspecto, el Supervisor finalizaba sus funciones en Cuba con informe sobre su gestión, dando cuenta que al cesar la intervención del gobierno de EE.UU., el tesoro nacional consistía en la cantidad de $ 699, 775.00 con la palabra firme, velada por un tenue temblor, el mandatario electo por la ciudadanía isleña aceptó, con la administración de la Isla, los compromisos de carácter internacional contraídos por el país, reafirmando su fe en el destino de la naciente República y en la amistad de los dos pueblos vecinos.
Inmediatamente – eran las 12:13 p.m. – se dio la orden del cambio de banderas. Los sargentos Kolly y Vandrake, de la 1ra compañía del 7mo regimiento de caballería, desde el balcón del Palacio, y el ayudante del general Wood, teniente McKoy, en la azotea, procedieron a hacer descender la bandera de las barras y las estrellas en medio de la algarabía ensordecedora de los gritos de las muchedumbres, los acordes de las bandas militares, las sirenas de los barcos surtos en el puerto, el estampido de los voladores, las campanas de las iglesias, clamor que llegó al clímax al levantarse en el aire y quedar flotando en él, la bandera cubana. Todos se abrazaban a sus semejantes más próximos. El Generalísimo, apretado a sus compañeros de armas, dijo las palabras que todo un pueblo expresaba en gritos y ruido: – ¡Ya hemos llegado! – y sus ojos de recio combatiente, y los de sus veteranos se humedecieron de emoción y de alegría.
En los mismos instantes, frente a una imponente multitud que llenaba todo el malecón recién construido y que se aglomeraba dentro de infinidad de guadaños, botes y remolcadores empavesados de banderines de colores, sucedía algo parecido. Sobre la base en el semáforo, en el Morro, el teniente del cuerpo de artillería americana Stuard, gemelos en mano, no cesaba de mirar hacia el Palacio de gobierno. En cuanto advirtió que era arriada la bandera de la Unión, dio órdenes para que se soltaran los nudos de la cuerda que la sostenía en la vieja fortaleza; en seguida el general Emilio Núñez, en su carácter de presidente del Centro de Veteranos y el primer vigía Valdés Mir, procedió a amarrar la enseña de la estrella solitaria, siendo izada conjuntamente por la comisión de mambises presentes: general Núñez, coroneles Cartaya, Coronado, Izquierdo, Iribarre, Vivanco, Ravena, Nodarse, comandante Prado, Herrera, Primelles y Guzmán.
Había lágrimas de júbilo en todos los ojos y una luz nueva en todos los semblantes. Se brindó con una botella de champaña y al soldado norteamericano que recogió la última bandera de su patria se le regaló una botella del espumoso licor. Un piquete de seis artilleros cubanos al mando del sargento Mario Roldán y el cabo Salazar se hizo cargo de relevar a los americanos que estaban de centinelas en el Morro. Ya flotaba la bandera de Narciso López en todos los edificios y todos los buques.
A las 12:20 en el mismo salón de recepciones del Palacio de Gobierno, se formaba otro grupo:
se efectuaba la ceremonia de juramento del nuevo Presidente.
– ¿Juráis por Dios y prometéis por vuestro honor – preguntó el presidente del Tribunal
Supremo, doctor Cruz Pérez – desempeñar fielmente el cargo para el que había sido nombrado
cumpliendo las obligaciones inherentes al mismo?
– ¡Si! – Contestó el Presidente –, juro por Dios y prometo por mi honor que lo desempeñaré
fielmente…
De inmediato y luego de breves actos protocolares el gobernador Wood embarcó en la lancha Habanera – eran las 12:45 de la tarde – para dirigirse al Brooklyn que fuera buque insignia en el combate naval de Santiago de Cuba. Hasta el muelle de Caballería le acompañaron el Presidente Estrada Palma, el Generalísimo, autoridades y pueblo. En otras lanchas embarcaban las fuerzas norteamericanas de ocupación hacia la misma nave. En la Isla todo estaba de fiesta.
La capital vestida de gala: cortinas, banderolas, luces eléctricas y de gas de múltiples colores. Arcos triunfales se levantaban en algunas calles y avenidas: Muralla, Obispo, Puerta de Tierra, Calzada de la Reina, Galiano, Plaza de Albear, San Rafael…
Maikel Mederos Fiallo
Bibliografía:
Bohemia 1950, Sección En Cuba.
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