José Martí es una termoeléctrica y una biblioteca enorme. Es la más alta orden gubernamental y una radio que ataca al gobierno que entrega esa orden. Es un aeropuerto y un montón de avenidas. Es el centro del parque en pueblos y ciudades. Es la dispersión de frases suyas que se repiten incesantemente. Es el dinero que circula con su efigie. Es el primer nombre propio que se menciona en la actual Constitución de la República Cubana: aparece cuando ya han pasado, en anteriores claúsulas, una masa anónima de aborígenes suicidas, de esclavos rebeldes, de criollos levantados en armas, de obreros, campesinos y estudiantes.
Como si se tratara de la traducción de títulos imperiales exóticos, ha sido llamado “Nuestro Apóstol”, “Héroe Nacional”, “Pater Patriae”, “Nuestro Recetario Político”, “Padre Santo”, “Nuestro Botiquín de Moral Pública”, “Nuestra Biblia de Vida”. Se ha afirmado que ninguna estatua que se levante conseguirá hacerle justicia. Rubén Darío llegó a consignar, luego de ciertos estimados constructivos, que para tal estatua “la isla entera sería todavía pequeño zócalo”.
José Martí cobra la importancia universal que él mismo exageró para Cuba al escribir: “Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo”. Su figura cobra la intemporalidad que él prodigaba al advertir que todo el que se levantara por la causa cubana, se levantaba para todos los tiempos. Leo sus páginas y me viene a la memoria la noticia de que un poema suyo (no recuerdo cuál) y uno de sus manifiestos políticos (tampoco lo recuerdo) viajan por el espacio cósmico, de no haberse desintegrado todavía.
Allá los puso en órbita el primer (y único) cubano que ha visto el planeta desde afuera y que en la actualidad asiste, mudo en su uniforme de general, a consabidas sesiones parlamentarias en La Habana. Vestido entonces de cosmonauta, Arnaldo Tamayo Méndez, sacó del planeta, además de esos textos martianos, ázucar suficiente para organizar un experimento en torno al crecimiento de los cristales en un medio antigravitacional. Creo que nunca han llegado tan lejos las exportaciones cubanas, nunca se han extendido de modo igual las preocupaciones por el rendimiento de una cosecha. Y no habrá tenido la escritura de José Martí destinatario más extraño (y tal vez más justo), que al ponerse a orbitar en aquellos espacios pascalianos.
Hablo del equipaje de un cosmonauta que incluía un paquete de ázucar y unas páginas impresas, hablo de exportaciones cubanas, y apunto esta ocurrencia que Fernando Ortiz hizo pública en 1953, durante la celebración del centenario martiano: si el país exportaba con muy buena suerte azúcar, tabaco y música, ¿por qué no iba a exportar a José Martí?. Él era la mejor de las músicas (impetuosidad y arrastre de su oratoria), azúcar de óptima calidad (sus afectuosas cartas), sus ideas acarreaban la misma ebriedad del buen tabaco (en algunas marquillas aparecía su efigie).
Pocos años antes de esa celebración, Emil Ludwig había escrito su asombro ante algunas de sus frases. Emparejaba aquellos fragmentos a los aforismos de Nietzsche, lamentaba que tal obra no estuviese traducida al alemán, y confirmaba la demanda internacional para el artículo de exportación propuesto por Ortiz. “Centenares de aforismos en tal estilo vigoroso y penetrante”, apuntó Ludwig, “que bien pudieran ser de Nietzsche, han sido recogidos en una magnífica colección de sus obras, y de ser traducidas, serían por sí solas suficientes para convertir a Martí en guía espiritual del presente momento del mundo”.
Se ha repetido que Martí ha servido a toda intención política del último siglo cubano. Visto así, su utilización por la actual dictadura no tendría particularidad mayor. Lo inusual estriba, sin embargo, en que un mismo poder se haya valido de él para justificar tendencias sucesivas y contradictorias: Martí ha sido incluido en las cambiantes formulaciones del discurso oficial cubano. Es por ello que ninguna interpretación de su obra me parece más necesitada de atención que la versión oficial cubana. Porque ninguna otra ha sido llevada tan lejos. Hasta el cosmos.
Se trata, como he dicho ya, de una lectura cambiante. Lectura que incluye momentos tan dispares como aquél en que quiso aproximársele al pensamiento marxista, y éste que hoy eterniza la propaganda habanera, donde él representa la conciencia nacional, la diferencia cubana. Importa poco cuán distante sea un Martí de otro, ambos han sido enraizados definitivamente a la revolución de 1959. No hay casualidad, por tanto, en que, luego de los retratos individuales ejecutados por algunos de los principales pintores cubanos durante la primera mitad del siglo XX (Carlos Enríquez, Jorge Arche, Eduardo Abela), Raúl Martínez cubriera sus enormes lienzos revolucionarios con retratos martianos en serie. Obedecía a algo más que el gusto warholiano por las tiras de retratos: si Warhol retrataba a Marilyn Monroe saliendo de los linotipos, Raúl Martínez procuraba al Martí de las máquinas oratorias.
Cuando fue declarada marxista la revolución de 1959, se hizo imprescindible descubrir las coincidencias o tangencialidades entre Marx y Martí, entre Martí y Lenin. El problema que se abría era idéntico al que tuvo Dante al juzgar a Virgilio: ¿dónde colocar, en un universo regido por premios y castigos, entre Infierno y Paraíso, a quien vino antes de Cristo, no pudo compartir la Buena Nueva, pero debió de tener asomos de ella, a juzgar por su Égloga Cuarta?. Entonces llegó a afirmarse que las posiciones martianas eran “símili-marxistas”, término acuñado por Julio Le Riverend. Aunque vale la pena aclarar que los forzados intentos de acercamientos entre Marx y Martí se habían iniciado una veintena de años antes.
En el prólogo a una antología de textos martianos de 1974, Roberto Fernández Retamar hizo notar, a propósito de cierto punto en discusión: “Martí no lo dice en esos términos, pero si (…) traducimos sus planteos a un lenguaje marxista-leninista…”. Con lo cual señalaba la necesidad de traducirlo a la lingua franca del Imperio Soviético.
Por esa misma época, entre los profesionales martianos cundió la desesperación nominalista. ¿Cómo calificar, en una escala rigídamente teleológica, a alguien como José Martí? “Demócrata revolucionario”, fue el más tranquilizador de los rótulos que le encontraron entre los rótulos que imponía la Academia de Ciencias de la URSS. Y cuando se vino abajo el imperio que sostuvo a aquella academia, cuando se volvieron innecesarias las traducciones propugnadas por Roberto Fernández Retamar, sobrevino otro Martí. Uno escarmentado, concentrado en sí mismo, olvidado de cualquier pensamiento que no fuese el propio, cubanísimo.
Recurrir a este nuevo Martí, tenerlo a mano como autoridad, confirmaba lo evitable del fin para el régimen cubano. Pues lo tremendamente autóctono de él venía a coincidir con lo tremendamente autóctono de la revolución de 1959. Y si el triunfo de ésta no había ocurrido por encargo transnacional o contagio soviético, no tenían por qué conseguir eco en el Caribe las noticias del este europeo. José Martí era visto como una preciosa especie endémica, la rara mariposa que justifica un microclima, el ornitorrinco de cierta reserva ecológica.
Fuese cual fuese la interpretación entronizada, sobraban lazos entre la revolución que iniciara Martí en el siglo XIX y la que comenzara en medio de los festejos por su centenario. Asimismo, sobraban lazos entre el partido político que él fundara y el partido político que gobierna Cuba hoy. Sobraban lazos entre las figuras de José Martí y de Fidel Castro.
Diversos fueron los partidos políticos cubanos colocados a la sombra del Partido Revolucionario. En un texto publicado en 1948, de cara a las elecciones, Blas Roca consideraba a Martí como el revolucionario más radical de su época y lo tildaba de precursor del Partido Comunista (PSP). “Nosotros podemos reverenciar a Martí con toda sinceridad porque nosotros somos del partido radical y revolucionario de hoy”, rezaba su panfleto. Según Roca, todos los partidos en lidia traían a cuento el ejemplo martiano, pero solamente los comunistas eran del todo sinceros al reverenciarlo.
No muy distinta exclusividad de cita se reservaba Ramón Grau San Martín desde el momento en que bautizara a su partido con el mismo nombre del fundado por Martí, aunque agregándole un paréntesis por el cual sería conocido la nueva formación: Partido Revolucionario Cubano (Auténtico). Lo mismo que Blas Roca, Grau San Martín denunciaba al dudoso Martí de los demás, y se regocijaba en la continuación de lo martiano de la política representada por él.
Pero ninguna aproximación ha tenido mejor fortuna que la de Fidel Castro. Inmerso desde joven en las luchas políticas republicanas, sabedor de lo importante del manejo de símbolos (su curiosidad o simpatía por el fascismo italiano dan la medida de ello), no podía menos que utilizar a Martí. Un volumen publicado en 1983, José Martí: el autor intelectual, deja ver algunos de esos trabajos de apropiación: aparece allí el facsímil de unas páginas martianas con anotaciones del joven Castro. Y la visión de esa marginalia no podía menos que despertar lo rapsódico en un comentarista como Fernández Retamar, quien arriesga: “Fidel, siguiendo el consejo del libro ígneo que es el Apocalipsis, el cual recomienda comerse el libro, estaba haciendo a Martí carne de su carne y sangre de su sangre”.
Tal como puede desprenderse de esa cita, nos encontramos en tierra de altos símbolos. No sorprenderá a nadie que, durante la apertura del Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba celebrado en 1975, le fuese reservado a Martí un puesto entre los asistentes, en calidad de Primer Delegado. No sorprenderá tampoco que, a lo largo de las sesiones, se mantuviese un respeto sagrado por la butaca vacía.
Aquel que anotara siendo joven unas páginas de José Martí, iba a ocuparse de escribir la introducción a la edición crítica de las Obras Completas. Un atlas histórico-biográfico dedicado a seguir los pasos del Martí trashumante concluía con un recuento de la lucha guerrillera en la Sierra Maestra. Y en el cartel impreso para el estreno del documental La guerra necesaria de Santiago Alvarez, Martí aparecía en la cubierta del yate “Granma”. Ambas épicas se entrelazaban, el desembarco martiano poco antes de su muerte, y el que hicieran Fidel Castro y sus compañeros.
Más recientemente, José Toirac ha vuelto a la fotografía donde Fidel Castro, inmediatamente después del asalto al cuartel Moncada, aparece ante una pared en la que cuelga el retrato de Martí. En la irónica interpretación de Toirac, hecha con blancos y negros como si se tratara de una fotografía, el principal sujeto es José Martí, y la imagen que cuelga en la pared es de Fidel Castro.
A tanto se ha llegado en los trabajos de identificación entre uno y otro, que ambas figuras resultan intercambiables. Fidel Castro pudo haber conspirado en New York hasta fundar el Partido Revolucionario Cubano, Martí podría tiranizar al país valiéndose del Partido Comunista de Cuba. Ya Nicolás Guillén había estipulado que era José Martí, redivivo en Fidel Castro, quien señalaba el camino de Cuba. Incluso llegó a hablarse, en una antología del venezolano Aquiles Nazoa, del “adelantado fidelismo” de Martí.
“Sólo los revolucionarios de hoy”, consignó José Cantón Navarro, “y en primera fila los comunistas, pueden honrar sin avergonzarse a los revolucionarios de ayer, en cuya vanguardia se halló siempre nuestro Martí”. Aquellos viejos comunistas que celaban a Martí remontaban el linaje de su interpretación hasta un artículo publicado por Julio Antonio Mella en 1926: Glosas al pensamiento de José Martí. Un libro que debe escribirse. Mella hablaba allí de un libro por hacer, obra para la cual no le alcanzaba el tiempo, pero que tal vez llevaría a cabo en alguna de sus prisiones, sobre el puente de un barco, en un vagón de tercera o en la cama de un hospital. (Cárcel, exilio o convalecencia eran las expectativas que él mismo se dibujaba.) Como podrá imaginarse, el libro pospuesto daría la medida del verdadero Martí. Mella se apuraba a sí mismo al escribir: “Es imprescindible que una voz de la nueva generación, libre de prejuicios y compenetrada con la clase revolucionaria de hoy, escriba ese libro”.
No era retórica su queja por la falta de tiempo. Alrededor de esa fecha él se encontraba entre los fundadores de la Federación de Estudiantes Universitarios, organizaba una universidad popular (con el nombre de José Martí), participaba en la creación del Partido Comunista de Cuba (PSP), y fungía como secretario general de la sección cubana de la Liga Antimperialista. Su artículo, propuesta de libro que nunca llegaría a escribir, arrastraba a Martí a la actualidad, lo citaba a juicio contra el imperialismo estadounidense. Creaba, de este modo, una de las más poderosas y recurrentes figuraciones martianas: la del luchador antimperialista.
Pero, más allá de lo fecunda que haya sido la petición de análisis hecha por Mella, quiero detenerme en un rasgo que (hasta donde sé, pues la bibliografía martiana es oceánica y soporífera) no se ha tenido en cuenta. Mella escribió en su artículo de 1926: “Es necesario dar un alto, y, si no quieren obedecer, un bofetón a tanto canalla, tanto mercachifle, tanto patriota, tanto adulón, tanto hipócrita… que escribe o habla sobre José Martí”.
Resalta en esta cita la violencia. Junto a la propuesta de un Martí necesario, de un libro por hacer, esa bofetada marcará el camino de la intransigencia, tendrá muchísima suerte futura. El texto de Julio Antonio Mella, origen de un linaje interpretativo, representa también el nacimiento de una particular manera de canalizar los celos. Rafael Rojas ha estudiado en Tumbas sin sosiego los cambios producidos en la civilidad cubana a partir del triunfo revolucionario de 1959. A propósito de la intelectualidad comunista, Rojas anota variaciones que van desde una cortesía exquisita hasta, desalojado ya el resto de los partidos políticos, la intolerancia más cortante. Y claro que la bofetada estipulada por Mella pudo ser solamente un exabrupto literario. Quizás no ha de tomarse al pie de la letra, y pertenecía a ese conjunto de barrabasadas que promulgaban otros manifiestos de la época. (No por ellos iba a ser arrasado el Partenón o la antropofagia cundiría entre la gente.)
Sin embargo, el exabrupto de Mella hallaría al final literal cumplimiento. En 1974, Juan Marinello advertía: “Por fortuna, la claridad traída por la revolución nos pone a cubierto de todo intento malicioso o torpe. Los martianos antimartianos no tienen cabida en la Cuba de ahora”. Y lo que en 1926 merecía una bofetada, debía pagarse ahora con el ostracismo, con el destierro de por vida. Un prólogo a los trabajos del Seminario Nacional Martiano esbozaba un Index Prohibitorum que incluía nombres de intelectuales burgueses empeñados en tergiversar la memoria de Martí. Juan Marinello, inquisitorial hasta en su terminología, hablaba del “pecado de leso martismo”. Y Luis Pavón hurgaba en culpas retroactivas: “Una lista de la bibliografía martiana que nos dejó la república es, en gran medida, una relación delincuencial”.
El oponente quedaba fuera de la cortesía, fuera del país, fuera de toda ley. Un primer decreto expedido el 19 de mayo de 1977 por el recién fundado Consejo de Ministros, ordenó la creación de un Centro de Estudios Martianos que encastillaría (e iba a propiciar también) la investigación sobre Martí. Junto a tal decreto fue dictada la resolución que declaraba Monumento Nacional a cualquier pieza autógrafa martiana, y obligaba a sus poseedores a entregarla.
El delito de propiedad venía a sumarse a lo delincuencial de ciertas opiniones, y resultaba ultrajada toda pertenencia de José Martí escapada de la Isla. Procuraba garantizarse legislativamente el retorno íntegro (hasta lo nimio) de quien vagara tantos años por el extranjero. Una nota sin firma aparecida en el Anuario del Centro de Estudios Martianos correspondiente al año 1985 se exasperaba ante la perspectiva de que Carlos Ripoll, especialista del exilio, publicase dos cartas inéditas. Reconvenía la nota: “Y allí, en manos de quienes han abandonado a la patria, hay documentos originales de Martí que le pertenecen al pueblo cubano y a su Revolución martiana, únicos verdaderos custodios de un tesoro que es patrimonio de la humanidad, pero no de una humanidad en abstracto, sino, para decirlo con palabras de Juan Marinello, de ‘una humanidad al nivel de su esperanza’”.
La guerra de reliquias se encendía. Aquellos que se consideraban a sí mismos únicos herederos del ejemplo martiano, los únicos sabedores de traducirlo, encontraban en él un buen motivo para denostar a los contrarios. Como cualquier instrumento de legitimación de una dictadura, José Martí terminaba por convertirse en un objeto arrojadizo, en un arma. En medio de la fuga del país de gran parte de la población, una de sus frases sería utilizada para justificar la intolerancia. “Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre”, había escrito en Nuestra América. (Los beatos martianos no encontrarán, en este caso, la excusa de que la frase ha sido desquiciada. Su autor hablaba en verdad de desterrar a quienes, siendo latinoamericanos, no sentían el amor por sus tierras.)
En el artículo de Julio Antonio Mella podrá encontrarse otro detalle de larga consecuencia. En las filas del primer Partido Comunista de Cuba, Mella había coincidido con Carlos Baliño, viejo compañero de lucha de Martí. Y de éste recogió una idea que no consta en los escritos martianos conocidos hasta hoy. El mensaje, escuchado por Baliño de viva voz de Martí, anunciaba que la revolución no era lo que comenzaría en los campos cubanos en 1895, sino lo que iba a desarrollarse luego, ganada la República.
La frase no podía ser más útil. Que todo marchaba hacia la República, saltaba a la vista en cualquiera de los últimos escritos de Martí. Pero poco podía saberse, a partir de esas páginas, de la naturaleza de aquella república. La frase transmitida por Baliño suponía que, no por constituida una república, debía descartarse la posibilidad de la revolución. Julio Antonio Mella y otros temperamentos rebeldes recibían así la ratificación de que lo instaurado en Cuba hasta entonces no era el sueño martiano, y no tenía por qué contentarlos desde que el propio Martí se había encargado de anunciar una fase todavía superior.
Luego de 1959, en cambio, las posibilidades parecían del todo cumplidas. Había existido una república insatisfactoria (catalogada como seudorrepública o república mediatizada), y había triunfado la revolución. A través de Baliño y de Mella, Martí enviaba un recado a Fidel Castro, que no demoraría en adoptarlo. Fuera de ello, no parecía quedar más encarnación posible para lo escrito por Martí. O quedaba una aún, la del exilio: Carlos Márquez Sterling llamando a Fidel Castro “Anti-Martí” en la reedición de su biografía martiana.
También en el exilio, en una conferencia pronunciada en los setenta, Carlos Alberto Montaner afirmó, a propósito de Martí: “En alguna medida, Cuba es un país en torno a un hombre”. Y añadió: “Los cubanos pueden ser liberales o conservadores, derechistas o izquierdistas, radicales o moderados, pero, en cualquier caso, tienen, insoslayablemente, que mostrar su adhesión a Martí”. No estoy seguro de cuán vigente considere Montaner estas palabras suyas de hace tres décadas. Pero, cualquiera que sea su opinión actual, sus afirmaciones valen como síntoma de una limitación del imaginario cubano: la de no poder soslayar, pasar por alto, a una de sus figuraciones.
¿Queda todavía algún Martí aprovechable para las políticas cubanas? ¿No han agotado su potencialidad el actual régimen cubano y los exilios? Me pregunto si en lo adelante no habrá que echar a un lado esa manía de entender a José Martí como autoridad irrecusable. Me pregunto si no habrá que prescindir, entre otros autoritarismos, del autoritarismo de Martí. Y pienso que, de cualquier modo que se presente el futuro para la cultura cubana, en ella ha de caber la posibilidad de soslayarlo.
Juego a veces a viajar hasta una época en que su autoridad no estaba fundamentada aún, una época en la que él despertaba, junto a las primeras admiraciones, resquemores. Ese ejercicio permite, además de suponer un tiempo no copado por Martí, calibrar en mucho lo original traído por él a la literatura y a la política cubana. Viajo, pues, hasta los artículos donde Enrique Trujillo se opuso a la fundación del Partido Revolucionario Cubano. Leo, a diferencia del más difundido Juan Marinello, al primer Marinello, reacio a los abusos retóricos en la oratoria de Martí. Llego al punto en que Domingo Faustino Sarmiento, en carta a Paul Groussac de junio de 1887 celebraba la crónica martiana a propósito de la inauguración de la Estatua de la Libertad y, refiriéndose a un autor poco conocido por entonces, lo menciona de esta manera: “Martí, un cubano, creo”.
Me abismo ante esta insegura correspondencia entre Cuba y Martí como ante esos nudos del tiempo donde las cosas que son, podrían haber resultado diferentes.
Antonio José Ponte
Be the first to review “José Martí: historia de una bofetada”