La muerte no es un final, sino un tránsito. Es la última estación de un viaje que comenzamos al nacer, y aunque su llegada suele vestirse de luto y silencio, encierra una sabiduría que pocos se atreven a mirar de frente. No es enemiga de la vida, sino su sombra inseparable: allí donde hay un comienzo, hay también un ocaso. Pero ¿acaso no es el ocaso también una forma de belleza?
La muerte nos recuerda lo frágil, pero también lo valioso de la existencia. Nos enseña que nada es eterno y que, por eso mismo, cada gesto de amor, cada palabra, cada encuentro, cobra una importancia inmensa. Vivir con conciencia de la muerte no es vivir con miedo, sino vivir con plenitud, sabiendo que el tiempo es un don y no un derecho.
Para algunos, la muerte es reencuentro; para otros, descanso. Para todos, es misterio. Y quizás ahí resida su verdadero poder: en hacernos humildes, en enseñarnos a dejar ir, y a valorar lo que somos mientras estamos. La muerte no se lleva todo: deja memorias, ejemplos, semillas que otros recogerán. Así, de algún modo, seguimos vivos más allá del último aliento.
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